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Uno de tantos días...

Que tus sueños sean más grandes que tus miedos
El viento esta mañana arrecia con fuerza sin cejar en su empeño de batir las largas y finas ramas de los jóvenes plátanos que crecen allá abajo, a unas decenas de metros del frío cristal de mi ventana. Nuboso es el cielo y pequeñas gotas de agua, como asustadas y exhaustas por un fatídico viaje, se plasman al fin sobre este frío vidrio, clamando clemencia y pidiendo auxilio, a la vez que se deslizan paulatinamente hacia el marco inferior que soporta el alféizar. Ahora sin energía y rendidas ante el poder de los elementos.
Me desligo con rapidez de ese ajeno sufrir y  relleno, una vez más, el zurrón con los diez ejemplares que de manera holgada me acompañan, día sí y día también en esta trayectoria que una lejana jornada ya, decidí emprender. Carpeta en mano, zurrón al hombro y precarias tarjetas de visita, me conforman como un escritor en ciernes que se dispone a entablar alguna que otra conversación con personalidades sorprendidas y, por qué no, con algún que otro lector que pudiera hallar tras los desconocidos umbrales.
Arranco el motor de mi vehículo a la vez que el limpiaparabrisas me despoja de las súplicas siempre ignoradas de esas pequeñas partículas del líquido elemento más abundante en nuestro entorno. La jornada no podía ser más desapacible.
Después de una media hora de rodar desde la localidad riojalteña de Haro, de rondar las callejuelas de la ciudad más próxima y lograr aparcar el coche, salgo de éste para toparme con una bofetada gélida de aquel aliento que me salpica con las impertinentes gotitas que continúan  clamando clemencia. Por mi parte, sigo huyendo de ellas, inmerso en la tarea apremiante de aferrar mis atuendos y lograr llevarme hasta el portal más cercano.
No dan, mis piernas, numerosos pasos para llegar hasta él. Luego de ello, y tras hallar un viejo portero automático repleto de botones, me dispongo a tocar el primero de todos ellos con la inquietud connatural del que sabe que no va a ser bien recibido.
Pero no tengo en cuenta una supuesta mala  contestación. Desde hace ya mucho tiempo que eso no ocurre. Gracias a un movimiento mecánico, descubro por fortuna, que la puerta está abierta. No hace falta ya esperar la respuesta a una llamada que nunca obtuvo réplica alguna. Allí, en el interior de un portal desconocido de uno de los numerosos edificios que  conforman la ciudad, no hay ya viento. Éste se hace oír, cada vez con quejidos más agudos al filtrarse por quicios de puertas, ventanas y oquedades propias del viejo edificio. Ahora ya no sufro el azote constante de las gotas de lluvia. Las recogidas anteriormente ya se empeñan en horadar la nula impermeabilidad de mi grueso jersey de lana.
De seguido logro introducirme en el ascensor y acciono el botón que señala el piso más alto. En pocos segundos las puertas que una vez se cerraron tras de mí, se vuelven a abrir dándome la bienvenida al piso número doce. Un vistazo rápido. Cuatro puertas amenazantes me muestran mis ojos. Una mano busca el botón en la pared y la luz, casi siempre amiga, vuelve a aparecer. Las sombras, el inexistente ruido, el olor desconocido pero habitual, entremezclado por el rezume de las diferentes estancias, se hacen notar con fuerza.
No lo dudo. Me aproximo a aquella puerta amenazante, oscura pero brillante debido a un fino barniz. Un destello de luz, en aquella pequeña lente inquisidora, hace que la duda vuelva a acuciar con desmedida fuerza. Mi dedo, a pesar de ello y acostumbrado a los más insignes desprecios, obvia tal atisbo y se aproxima al botón durmiente. Mis oídos escuchan ruidos lejanos. Todo me dice que la vieja estructura del edificio sufre los vitales movimientos de gentes y mascotas inmersas en su rutina.
— ¡Ringg! —todo el edificio se queja.
Silencio.
Segundos densos, melifluos, pasan girando su cabeza. Me miran amenazantes preguntando con su mirar: “qué demonios  estás haciendo, chaval”. Sus ceños arrugados, aquellos escudriñamientos inquietantes…
— ¡Ring! —un dedo vuelve a pulsar.
Esta vez, los segundos corren más rápidos y se esfuman al abrirse la puerta.
Muchas veces me he preguntado por qué hay tantas y tantas personas que al abrir la puerta de su hogar se quedan mirando, sin siquiera ofrecer un buenos días a aquel que ha osado llamar. Estoy seguro de que si no hay reacción por parte del que llama, ésta se vuelve a cerrar, sin miramiento ninguno. Pero jamás se ha dado el caso. Entiendo que hay ser proactivo.
—Hola, buenos días —digo tembloroso—. Soy Sergio, un escritor que está promocionando su última novela y ando buscando a gente que le guste leer. ¿No sé si será el caso?

La mujer entrada en años, ataviada con una desgastada bata, me sonríe confusa, no suelta palabra pero niega con la cabeza.
—¿Me acepta, al menos, una tarjeta? —manifiesto mostrando una cartulina impresa—, quizá haya gente que lea en casa.
Ella accede, la coge y cierra la puerta. Su extrañada sonrisa continua siendo recelosa.
<<Al menos, puede que se dé el caso que mire el blog y sepa de mi historia>> me digo confiado.
Desestimando lo anterior, llamo al timbre colindante.
Se abre la puerta.
—Hola buenos días…
Portazo en las narices.
<<Otro más>> pienso.
Ahora me dirijo a las puertas restantes en aquella planta. Esta vez mi llamada no obtiene contestación. Bajo las escaleras. Vuelvo a llamar. Nada. Nadie. Silencio. No hago caso a la suspicacia de esos segundos instigadores. Los minutos pasan también. Alguna que otra tarjeta entregada. Una explicación más detallada. Otra. Muchas puertas llamadas, pocas atenciones, demasiadas negativas. Salgo del portal para percatarme de que el viento gélido, con sus frías gotitas impertinentes, me vuelve a saludar. Consigo entrar en otro, y en otro portal. Una hora, cargada de minutos, repleta de negativas, pasa pesando…
¿Y por qué no?

—¡Ringg!
Una nueva puerta se abre y me presento con mi última novela.
—Y, ¿eres tú el autor? —En esta ocasión las palabras suenan diferentes, están dotadas con otra tonalidad. Abiertas. Dispuestas a querer saber más. Unas manos desconocidas solicitan el ejemplar con el que me he presentado. Hablo, cuento, digo, sonrío porque la magia de entablar una conversación con un auténtico desconocido, ha vuelto a surgir. Siempre lo hace, todos los días. Como una pequeña luz brillante que sobresale de la negrura caracterizada por  los innumerables “noes”.
Al fin, me veo firmando el ejemplar. Un nuevo lector se ha unido a esta historia que comenzó en el mes de octubre del año dos mil once y, que, todavía a día de hoy, considero que no ha hecho más que comenzar.  



La precaria imagen que encabeza esta entrada la encontré por casualidad en una de tantas puertas tocadas. Sucedió en la ciudad de Vitoria el viernes pasado. Llamé a la puerta y nadie abrió. No importa. La frase lo dice bien claro:


"Que tus sueños sean más grandes que tus miedos"





Comentarios

  1. vaya... ahora me arrepiento de no haber retirado la sartén del fuego antes de abrirte la puerta.
    Prometí entrar en tu blog y aquí ando, despistando un rato a lo doméstico que me persigue, y encerrándolo en un paréntesis para dedicarle a tu historia el ratillo que que antes no tuve...

    Me gusta lo que leo. Te seguiré la pista...
    mucho ánimo y mucha, muchísima suerte.
    Un saludo!

    ResponderEliminar
  2. Me alegro de que al menos adquirieras la tarjeta y de que hayas dedicado un tiempo a pasarte por el blog.
    Gracias Luz por tus palabras de ánimo.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar

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